La prudencia de los directivos

Desde hace años, en el mundo empresarial parece sonar la palabra “prudencia” casi tanto como en el religioso, y quizá ya no estamos tan seguros del significado del significante; ocurre algo así con expresiones más utilizadas, como talento, liderazgo, innovación, calidad, estrategia o capital humano. Podemos ver la prudencia como el arte de vivir (según Cicerón), o de convivir, o de sortear problemas y conflictos o aun, con cierta visión graciana, con el de triunfar; pero hoy, en lo cotidiano, solemos relacionar esta virtud con la reflexión, el buen juicio, la contención, la cautela y la evitación de riesgos y excesos. El directivo habrá de ser prudente, aunque sin renunciar por ello a la audacia.


Ya en la década anterior, el despliegue graciano de la prudencia parecía constituir una referencia muy apreciada en la formación de directivos. Baltasar Gracián nos dejó más cosas, pero aquellos 300 consejos del fascinante “Oráculo manual y arte de prudencia” pueden ser vistos todavía hoy como un tratado, bueno y breve, diríase que sobre inteligencia social para el éxito. Fuera del catecismo podemos en verdad interpretar la prudencia con cierta amplitud, y cabe preguntarse por su mejor expresión en un dirigente, no del siglo XVII sino de nuestro tiempo; cabe incluso preguntarse si la efectividad no exige hoy también, a veces, una dosis de imprudencia.

Leí hace días una curiosa columna de Javier Fernández Aguado, prestigioso consultor de empresas y excelente orador. La encontré en Internet, en una página de profesionales de la formación on line y del mundo de los recursos humanos. La columna se titulaba “Zapatero vale 100”, y en ella el autor enfocaba al actual presidente del gobierno de España, para acabar preguntándose si no habrá llegado la hora de encontrar, “de forma urgente”, un presidente “prudente, o al menos que no mienta de forma tan reiterada como ridícula”. Me llamó la atención por lo contundente de la descalificación y porque se ponía el énfasis en la presunta imprudencia de nuestro gobernante, al parecer más grave que su supuesta falsedad.

Creo que habrá también quienes atribuyan a Zapatero falta de audacia y exceso de prudencia, pero el autor apuntaba un déficit y venía a subrayar que un gobernante ha de ser prudente. Desde luego han sido, a lo largo de la historia, muchos los pensadores que han defendido la prudencia como cardinal virtud, entre otros valores también apreciables en quienes administran poder. Aquel mismo día se publicaba, por cierto, una encuesta de Metroscopia en que Rajoy, la alternativa española, aparecía peor valorado que Zapatero; de modo que, respetando todas las opiniones al respecto (favorables y desfavorables), les invitaría a reflexionar sobre la prudencia del gobernante… pero, sobre todo, la del gobernante en la empresa.

Hace años consulté la conocida obra de Baltasar Gracián sobre la prudencia y me pareció de alto valor para el ejercicio de dirigir. Quizá, como referencia para el management, más valiosa que El Príncipe, de Maquiavelo y que El arte de la guerra, de Sun Tzu. Pero, sin retroceder siglos atrás, el propio Fernández Aguado es creador de un modelo de dirección que, según el libro (“Dirección por Hábitos, un modelo de transformación”) que leí hace pocos años, parece postular la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, como hábitos cardinales del directivo. De modo que ya relacionaba yo a este experto con la defensa de la prudencia —a la que alude repetidamente en sus textos—, aunque sobre todo dentro del mundo empresarial.



Definiendo la prudencia

Recuerdo que leí aquello de las virtudes cardinales con cierta reserva, pero no me dispersaré con las otras tres: creo que se ha de explicar bien en qué consiste la prudencia que, según tantos pensadores, hemos de esperar de los dirigentes de las organizaciones. Según el libro a que me refería (página 48), Fernández parecía incluir en su despliegue de esta virtud las siguientes manifestaciones principales en la actuación cotidiana: escucha empática, buen juicio, búsqueda de la verdad, desarrollo permanente, compromiso, trabajo en equipo, ejemplaridad, visión clara, creatividad y optimismo ante los obstáculos, y también receptividad a las ideas de otros.

Deseo reflexionar sobre la mejor expresión de la prudencia en el perfil de los directivos, y al respecto el despliegue de Fernández apuntaba a manifestaciones de las que no cabe distanciarse: a mí (aunque lo del optimismo me produce algún reparo) me parecen rasgos muy deseables en el directivo, sin perder de vista que, más que prudente, el directivo ha de ser seguramente efectivo en sus funciones asignadas.

Lo que no sé es si, en general, solemos relacionar la prudencia con todos estos rasgos señalados por nuestro experto (con el optimismo, con la creatividad, con el trabajo en equipo…). De hecho, aquel libro sobre la Dirección por Hábitos explicaba que, en realidad, más que hablar de “prudencia”, convenía hacerlo en la empresa de “perspectiva”; luego parecían utilizarse los dos términos como sinónimos (“la prudencia o perspectiva…”). Asimismo, para la virtud de la justicia, se elegía como término más propio el de equidad, y para la templanza, el de equilibrio.

Mi impresión es que podemos relacionar la prudencia, desde luego, con el buen juicio, con la claridad en la visión, con la receptividad a opiniones e iniciativas de otros, con la búsqueda de la verdad y el conocimiento…, e igualmente —por extender un poco más la lista— con la expresión comedida, la cautela ante los poderosos, la reflexión en la toma de decisiones, el respeto a los demás, la corrección política, el autocontrol emocional, el sentido común, la humildad o modestia, las relaciones bien seleccionadas, la prevención o neutralización de riesgos y conflictos, la evitación de la complacencia, el sigilo o la reserva en determinados asuntos, la evitación del ridículo, el autoconocimiento, el saber callar y esperar…

A todo esto (y algo más que se le ocurra al lector) se aplicaría el directivo prudente, y no creo que disintamos al respecto en grado sensible. Si acaso, comentaría yo que hay algunos consejos de Maquiavelo y de Gracián en que cabría detenerse —no sé si frunciendo el ceño—, sobre todo si observamos desde el lado del gobernado o dirigido. Venía a decir el filósofo florentino que “el gobernante habrá de procurar que sus subordinados no puedan cumplir todos sus compromisos, para que nadie se atreva a formularle críticas o reivindicaciones; que se cuidará también de que nadie le engañe, y asimismo de que nadie le diga verdades sin ser preguntado, porque eso sería un abuso de confianza y el gobernante ha de hacerse temer…”.

De Gracián, entre los trescientos sabios consejos que nos dejó en nombre de la prudencia —incluyendo, por cierto, el de hacer una interesada administración de la verdad—, podemos encontrar también el de “Aprovecha a tu favor las necesidades de los demás; asegúrate de que dependan de ti y tus promesas”. O el de “Busca siempre alguien a quien responsabilizar de tus faltas”. El jesuita aragonés propugnaba, como gran habilidad del gobernante, que este buscara un seguidor que, con la contrapartida convenida, aceptara el papel de chivo expiatorio por sus posibles errores. Yo diría que este consejo se sigue aún en nuestros días, a veces con algunas particularidades.

Quizá podríamos, por cierto, atribuir imprudencia a Zapatero porque no deposite en los ministros los errores de gobierno y los asuma él mismo, siendo objeto de constante crítica por parte de la oposición. O tal vez porque (según el despliegue de Fernández Aguado) no se muestre clarividente, juicioso, empático, fiel a la verdad, optimista ante los obstáculos…, o quizá por falta de contundencia en algunas relaciones exteriores… Fundamentos tendrá desde luego el columnista, que recordaba, por ejemplo, el reciente cambio de gobierno para decir que “ha situado en puestos clave a personas sin preparación suficiente”. Zapatero puede ser visto sin duda como imprudente, ya sea por defecto o por exceso de prudencia. Pero volvamos al mundo empresarial, para analizar la frontera entre la prudencia y la imprudencia.



Prudencia en las decisiones

En otro texto suyo en Internet, Fernández Aguado, que constituye una referencia en el pensamiento español sobre la gestión empresarial, apunta a la prudencia como causa “de algún modo” de que las decisiones sean correctas, y añade que “Todo error directivo es imprudente, es un error de cálculo. Y eso, no por menguada preparación técnica, sino por falta de deliberación, o de búsqueda de consejo, o de imperio”. En mi opinión, quizá pueda haber también a veces falta de conocimiento o preparación, en un tiempo en que los campos del saber crecen cada día; en ese caso, el directivo habría de acudir al experto técnico. Pero yo quisiera añadir alguna reflexión sobre lo endógeno y lo exógeno.

Convendremos en que las virtudes y defectos del individuo van por dentro, y que pueden conducir a aciertos y a errores; pero añadiría que tal vez una misma decisión podría conducir al éxito o al fracaso, en función de factores y variables del mundo exterior, que no siempre pueden preverse o analizarse con pleno rigor, por prudentes que seamos. O sea, que no podemos dominar todas las variables aunque consigamos identificarlas, y entonces hay que arriesgarse. De hecho, a menudo se acude a la intuición, y muchos empresarios (por ejemplo, Bill Gates o Rosalía Mera) lo admiten y aconsejan (aunque hay que decir que no es intuición todo lo que como tal reluce, y esta reflexión daría para otro artículo u otro libro).

Diría que por convención, solemos dar por buena la decisión que lleva al éxito, y por mala, la que lleva al fracaso (incluso aunque no falte directivo que defienda siempre como buenas sus decisiones y culpe, en su caso, del fracaso al mercado…); pero, aceptado lo anterior y muy complejas a veces las cosas, no me atrevería yo a vincular de modo rígido la buena decisión con la prudencia, y la mala, con la imprudencia, salvo otra convención. La verdad es que, conocidos los resultados, si son buenos felicitémonos, y, si son malos, lo que sigue no es tanto sancionar la presencia o carencia de prudencia, sino, además de encarar la nueva situación, averiguar qué detalle se escapó y si podía haberse considerado.

Alguien dijo aquello de que “hay momentos en que la audacia es prudencia”, y la fuerza de la frase se debe a que normalmente se consideran términos contrarios, o de contrapeso. Se quiera ver como prudente o como imprudente, todos convenimos en que la audacia es precisa en el gobierno de la empresa, y a eso voy a continuación. De hecho, para bien o para mal, y sobre todo en determinados países, no está tan mal visto que un empresario o directivo fracase, y creo que no se le tiene por imprudente.



En el filo de la imprudencia

Excluyamos la temeridad, pero hay un elemento determinante que lleva a contemplar ciertas supuestas imprudencias como precisas, es decir, a desoír algunas de las reglas habituales de la prudencia; me refiero a la existencia de la competencia, a la necesidad de imponerse a los competidores y ganar cada día la confianza de los clientes. En efecto, si no podemos anticiparnos con soluciones innovadoras, hemos de encontrar otras fórmulas para neutralizar y superar a las empresas competidoras, y asimismo reaccionar con acierto y prontitud, incluso con audacia, cuando nos veamos sobrepasados. Queremos sobrevivir, y en este empeño habría seguramente espacio fuera de la prudencia (o del significado que le damos habitualmente).

No debemos pensar sólo en las empresas que ofrecen mejor relación calidad-precio para satisfacer las expectativas y necesidades de nuestros clientes, o que encaran estas con nuevos productos o servicios, de interés e impacto; hemos de ver también como competencia todo aquello que, consecuencia de los cambios en la sociedad, reduce o elimina aquellas necesidades o expectativas, y las sustituye tal vez por otras. Desaparecieron, por ejemplo, las máquinas de coser de nuestras abuelas o madres, y se habla también de “muerte súbita” de algunas industrias. Quiero decir que las empresas se hayan bajo constante amenaza, por decirlo así, desde frentes diversos.

Para que la empresa siga viva, quizá es preciso a veces tomar decisiones rápidas y arriesgadas (que podrían verse en ese momento como audaces o imprudentes), sacrificar parte de la verdad (lo que no sé si sería prudencia graciana o imprudencia moral), poner el realismo por delante del optimismo (a mí esto me parece prudente, aunque lo que se suele predicar es el optimismo), la cantidad por delante de la calidad (podría resultar prudente o imprudente según el caso, y según pensemos en el corto plazo o en el largo), lo menos malo por delante de lo peor (cuando lo bueno y prudente resulta impracticable)…

Los ejecutivos —Fernández Aguado lo sabe y explica mejor que yo— han de apuntarse a menudo a la audacia y el riesgo, como a la ambición (bien entendida), y también hemos de ver estos rasgos como valores o virtudes; pero asimismo han de apuntarse, tal vez y aunque no parezca deseable, a cierta desmesura, a las relaciones cuestionables o a la inmodesta exhibición de logros (reales o no tanto), en su deseo de atraer la atención de los posibles clientes. Puede que algunas empresas acaben perdiendo la conexión entre lo que se es y lo que se desea aparentar, y esto sería rechazable, como lo es la corrupción, codiciosa o no; pero sí parece necesario llamar la atención de los clientes, aunque sea sorteando la prudencia.



Sobre la verdad y la mentira

Habrá quien asocie la prudencia con la verdad (aunque ya Gracián sugería que no fuéramos muy generosos con ella), y habrá por ello a quien parezca imprudente utilizar la mentira; así será en general, pero seguramente dependerá de cada caso. Uno sospecha que la mentira constituye, en no pocos casos, una herramienta, tal vez cotidiana, de gestión en las empresas (y aun en la política). Hace varias décadas que lo pienso, e incluso, políticamente incorrecto yo, imprudente yo, llegué a decírselo a mis jefes. Añadiría, por cierto, que grandes expertos del management (se lo escuché a Tom Peters) manifiestan abiertamente que la mayoría de los directivos utiliza la mentira si la necesita.

No obstante, si la mentira es decir lo contrario de lo que se piensa, y hacerlo con intención de engañar, quizá no es mentira todo, todo, lo que como tal se califica. Habría que estar seguro de lo que piensa el presunto mentiroso, y conocer sus intenciones o fines últimos. Gracián aconsejaba disimular los verdaderos fines…; no aconsejaba mentir, pero sí administrar con cautela la verdad. Recordemos, por cierto y si el lector asiente, algunos consejos al respecto del gran pensador aragonés:


Tu verdad, dila a los menos, y a los más, di lo que desean oír.

Di solo una parte de la verdad.

Aprende cuándo y cómo decir la verdad.

Cuando una verdad cause problemas, lo mejor es callar.

Evita transmitir a tus superiores las verdades amargas.


Pero, ¿condenamos, o no condenamos, la mentira en el desempeño profesional? Aun cuando haya deseo de engañar, habría que analizar la intención última, las consecuencias de decir la verdad, si los daños y riesgos de la mentira son mayores o menores que los de la verdad… Obsérvese que Fernández reprochaba a Zapatero que “mienta de forma tan reiterada como ridícula”. Caso de que el presidente hubiera mentido, parece que el error habría sido, sobre todo, hacerlo “de forma reiterada y ridícula”.

No sé si al lector disgustará la mentira tanto como a mí, pero todo es muy complejo y nos suelen faltar datos al condenarla en casos concretos. Uno no descarta que pueda mentirse a buen fin, aunque teme que quien miente un poco, acabe mintiendo por costumbre y aun sin necesidad. Sí, todo esto es más complejo, y además no trato yo de llevar razón, sino de llevar a la reflexión.



Mensaje final

Obviamente la formulación de mis reflexiones podría prolongarse, pero ya he abusado de la atención del lector. Creo que el directivo, en cada circunstancia, sabe o ha de saber a qué virtud, valor o hábito dar prioridad, y concretamente cuando de la prudencia se trate; pero sí me ha movido alguna intención específica tras estos párrafos. De una parte, la de recordar lo interesante que puede resultar la consulta de la obra de Baltasar Gracián y seguir sus consejos, siempre de modo idóneo aplicados a cada caso. Creo que, salvo que uno ya sea muy socialmente inteligente, sus consejos nos ayudan de modo notable a agudizar el ingenio relacional tras los mejores resultados.

De otra parte, quería subrayar que sería tal vez más útil el debate de la verdad y la mentira, que el de la prudencia y la imprudencia. Por mi parte (o sea, en lo que a mí se me ocurre), creo haber prácticamente agotado este último, pero habría desde luego mucho más que decir del uso de la verdad y la mentira en la gestión empresarial. Uno, lejos de grandes poderes, ha tenido la suerte de no tener que mentir apenas; pero mis verdades podían estar a menudo equivocadas, o muy equivocadas, porque sin duda cada uno percibe las realidades a su manera. Aquí lo dejo — antes de extenderme con lo de los modelos mentales y lo de que el cerebro nos engaña —, confiando en que mintamos lo menos posible y en ningún caso por costumbre.

Autor: Jose Enebral Fernandez - Consultor de Management y Recursos Humanos, el ingeniero madrileño José Enebral colabora desde hace años con diferentes medios impresos españoles y americanos.