Quizá no es tan difícil dirigir personas

Sin duda las personas somos complejas, y acaso a esta complejidad cabe vincular, cabe asociar de modo inseparable, nuestro gran potencial de seres humanos. Se dice que resulta complicado dirigir personas, pero, alcanzada por el individuo suficiente dosis de experiencia y autoconocimiento, alcanzada la mayoría de edad profesional, se abre espacio al protagonismo (autogestión) tras metas definidas y ello facilita el trabajo a los jefes. En estas condiciones, dirigir personas podría no resultar tan complicado…, a menos que, en plena era del saber, se valore más su obediencia que su inteligencia.


El conflicto relacional entre jefe y subordinado puede aparecer, en su caso, por razones diversas. Cabe incluir aquí incompetencias en una y otra parte, como también algunas posibles torpezas funcionales de la organización, y asimismo, entre tantas causas a considerar, el hecho no descartable de que el trabajador se vea obligado a renunciar al sentido común, a sus conocimientos atesorados, a sus principios profesionales; o sea y en cierto modo, a prevaricar. Allá donde se valore más su obediencia que su inteligencia, también podría valorarse la complicidad, y no tanto el compromiso o lealtad con la profesión. No, no siempre hay que pensar en trabajadores que eluden el esfuerzo y precisan un capataz.

Seguramente dirigir personas resulta menos laborioso, más sencillo, sobre los profesionales supuestos de la cincuentenaria teoría Y (trabajadores capaces, responsables y comprometidos con resultados) de Douglas McGregor, que sobre los de su teoría X (trabajadores que tienden a eludir el esfuerzo); básicamente porque en el primer caso se prevén unas relaciones jerárquicas de baja intensidad o frecuencia una vez convenidas las metas, y en el segundo puede surgir una cierta imagen de marionetas, de personas que no harían nada sin que se les dijera que lo hicieran…

A medida que se va consolidando la economía del saber y el innovar, la del capital humano y el aprendizaje permanente, puede pensarse, sí, que el ideal de la gestión de personas es convenir las metas y abrir paso al autoliderazgo tras ellas, cuidando el directivo que los profesionales técnicos correspondientes cuenten con los recursos necesarios. Así las cosas, el directivo, más que dedicarse a ser un moderno capataz, habría de concentrarse en gestionar su sección, departamento o empresa, para asegurar la prosperidad en tan difíciles tiempos: todo un desafío al que atender con dedicación y suficiente visión de futuro.

Desde luego, surgen periódicamente nuevos métodos para dirigir personas, e incluso leíamos hace poco en RRHHDigital, que un nuevo libro ofrecía “el método definitivo para la gestión de personas”. Suele tratarse de modelos de gestión/liderazgo que en ocasiones dicen exigir una compleja orquestación con ayuda de consultores. Se diría que hay tal vez, sí, una buena dosis de ciencia de la gestión de personas no tan necesaria en muchos casos; una ciencia empeñada en conseguir con gran esfuerzo lo que quizá se conseguiría con gran facilidad, si se avanzara por otro camino...; si se avanzara mediante un salto cuántico desde el concepto de “recursos humanos” al de “capital humano”.

A menudo se oye hablar de la dirección casi como mera tarea de motivar a las personas, y hay quienes barruntamos que no pocos trabajadores, al percibir que están siendo alentados o estimulados, podrían sentirse tratados al margen de la profesionalidad, y por ello frustrarse y desmotivarse. Tal vez el arte consista en motivar sin que se aprecie la intención, pero esto parece resultar más difícil cada día… Uno diría que, ante metas profesionalmente atractivas y sin artes especiales, el trabajador de perfil “Y” se encaminaría a ellas más por puro magnetismo, que por mero seguidismo tras los líderes motivadores.

Quizá la inteligencia de algunos trabajadores del saber y del pensar no desee limitarse al puesto de trabajo, sino que pretenda contribuir a la colectividad en aspectos diversos, más allá de la mejora continua y la innovación. Tal vez no quepa hablar de inteligencia organizacional o colectiva mientras la de los trabajadores resulte, cuando así sea, preterida, contenida o sofocada. Sin duda cada empresa es única y cada Dirección, soberana; pero las organizaciones habrían de ser cada día más inteligentes, en beneficio de la productividad y la competitividad.

Hay una frase de esas que podemos considerar “memes”; es de Isidro Fainé, que actualmente, en momentos difíciles para el sector, preside la patronal de las Cajas: “Las personas son el corazón de la empresa y esta solo seguirá latiendo con fuerza mientras los directivos trabajen con la ilusión del primer día y la intensidad del último: con pasión, inteligencia y corazón”. La idea, llevada al conjunto de la economía, parece un avance significativo sobre la vieja visión, más industrial, de los trabajadores como extremidades (brazos y piernas) de la organización; pero, en la emergente economía del saber y el innovar, quizá no debamos dejar demasiado lejos del cerebro a los trabajadores expertos de los diferentes campos técnicos, cada día con mayor perspectiva, incluida la perspectiva sistémica.

Hay, sí, numerosos sectores de actividad con trabajadores expertos que han de superar a sus jefes en conocimientos técnicos, y han de seguir los avances en sus campos; incluso han de aprender en ocasiones lo que todavía no sabe nadie (explorar, descubrir, crear…). Las decisiones de la Dirección han de contar muchas veces con el conocimiento técnico, la capacidad de análisis, y el buen juicio que portan y aportan los trabajadores cualificados; han de contar con el “capital humano” y no solo con los “recursos humanos”.

Al parecer, los trabajadores españoles están entre los más formados de la OCDE, y también parece cierto que falta en España calidad directiva; de modo que quizá lo mejor sería que los subordinados se autogestionaran al máximo grado posible en cada caso, y los jefes pudieran concentrarse en asegurar las mejores decisiones estratégicas y operativas. Nada sencillo acertar con las decisiones cuando no se controlan todas las variables, y en verdad han de encarar los directivos grandes desafíos en nuestro tiempo.

En cuanto a la dirección de personas, tal vez bastaría, sí, en muchos casos definir bien las metas individuales, y confiar en los trabajadores del perfil Y de McGregor, que sí parece haberlos y muchos; se diría, si el lector asiente, que casi todos los trabajadores del saber encajan en este perfil cuando el entorno es catalizador. Este perfil, y no tanto el de seguidor, podría ser el preciso para encarar el futuro. ¿Y qué pasa con los júniores? Quizá habría que reducir esta etapa, con ayuda tutelar de los séniores del entorno; pero habríamos de acudir de nuevo, en la reflexión, a la unicidad de cada organización.

No son pocos los autores —también españoles— que han insistido en la necesidad de simplificar la gestión de personas por la vía de la autogestión y el protagonismo, la del empowerment, la de la demanda de resultados razonables; cabe citar, por traer un ejemplo, al profesor Pablo Maella, en su libro “Gestionar con sencillez”. Pero el estilo de dirección de cada empresa responde típicamente a los modelos mentales del primer ejecutivo, que puede apostar con autenticidad por las personas, o puede tender a responsabilizar siempre a los jefes de los aciertos y fallos de los subordinados, es decir, a reducir el protagonismo de los trabajadores. Argumentos habrá siempre para una u otra postura.

Probablemente, si, fruto de la mentalidad del empresario o primer ejecutivo, un directivo se sintiera responsable universal de la actuación de sus subordinados, quizá se cuidaría de confiar demasiado en ellos y tendería a actuar como moderno capataz. Este no parecería ser el escenario deseable de organización inteligente que nos han venido mostrando diferentes expertos en las dos o tres últimas décadas. Podrá describirse de un modo u otro la inteligencia colectiva de la organización, pero habrían de eliminarse en su caso los vestigios o brotes de torpeza. Quizá incluso, la inteligencia o excelencia organizacional habría de ser minuciosamente observada de cerca —bien controlada—, debido a la habitual tendencia al deterioro.

¿Quién habría de salvaguardar la inteligencia de la organización, contribuyendo así a catalizar la más idónea expresión del capital humano, en aquellas empresas en que este resultara determinante o decisivo? El lector habrá respondido acertadamente a esta pregunta, en función de las realidades que le circundan. Quizá deba formalizarse, sí, esta función de vigilancia, incluyendo el máximo aprovechamiento del potencial de las personas, y la dedicación de los directivos a la retadora gestión sinérgica de sus unidades funcionales.

Cabría añadir un breve comentario sobre un aspecto de la inteligencia colectiva que no suele abordarse en los libros. Me refiero a la obsesiva procedimentalización del trabajo, a menudo para obtener o conservar un determinado sello de calidad. Curiosamente, ya alertó Peter Drucker contra los informes y procedimientos, como posibles enemigos del sentido común en el trabajo. Quizá los procedimientos habrían de servir de referencia, y no tanto de atadura, cuando el trabajador ha de presentar resultados; recuérdese que Drucker hablaba de management by objectives and self control. No cabría la elusión de responsabilidad por los resultados, mediante la alusión a procedimientos fielmente seguidos; ni cabría trabajar pensando en el informe a presentar, y no tanto en los resultados a alcanzar.

(Sí, quizá una debidamente orquestada Dirección por Objetivos que incluyera a los trabajadores preparados, fuera bienvenida allá donde no hubiera llegado todavía. Aquí recuerdo cómo este sistema de dirección resultaba denostado en un libro que leí años atrás; la autora rechazaba, con argumentos engañosos, la DpO para proponer la Dirección por Hábitos, aunque no supe descifrar en qué consistía realmente este nuevo modelo. Al parecer, se trataba de practicar hábitos como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza; virtudes estas sin duda cardinales, pero no deberíamos desviar la atención de los resultados perseguidos en las empresas. En efecto, se ha criticado en ocasiones la DpO en defensa de otros modelos).

En resumen, se escuchan mensajes tales como “la dirección de personas es todo un arte”, “gestionar mediocres es más sencillo que gestionar personas con talento”, “gestionar personas requiere cabeza y corazón”, “dirigir personas exige profundizar en la naturaleza humana”, “gestionar personas es complicado, porque tienen edad, sexo y carácter”… En general, se subraya la dificultad de gestionar personas, y aun se eleva esta en el caso de trabajadores talentosos; pero pocas veces se relaciona esta supuesta dificultad con el entorno cultural, con los modelos mentales vigentes en la empresa, con los sistemas de dirección desplegados, quizá inhibidores del capital humano. Cultivemos, si el lector asiente, entornos culturales catalizadores de su expresión, y tal vez todo resulte más sencillo.