El errado enfoque de gestión basado en consecuencias

El desarrollo y mantención de una Cultura Segura o Preventiva al interior de las empresas requiere, entre otros, la detección de conductas de riesgo y la consolidación de hábitos seguros. En otros artículos he expuesto que tras la conducta de riesgo existe una predisposición particular llamada “actitud temeraria” o “riesgosa”, y que en definitiva podemos identificarlas y mejorarlas a través de reaprendizajes significativos, cambios en la relación costo/beneficio, etc.

Intervenir conductas requiere de un consenso respecto de lo que entendemos (realmente) por “conducta de riesgo” y de la “urgencia” de aplicación de una retroalimentación o acciones disciplinarias, dependiendo del caso. No basta con enumerar las conductas de riesgo asociadas a un proceso sino que debemos crear “conciencia” en todos y cada uno de los trabajadores respecto de una sensata relación conducta/consecuencia.

De acuerdo a Jane Dryden (2009), “…juzgamos a la gente con mayor severidad cuando sus actos causan graves daños, que cuando con un poco de suerte esos mismos actos, no causan daño alguno”. En términos prácticos, tendemos a evaluar los actos en función de sus consecuencias. O como en uno de sus capítulos de la serie Dr. House, él decía: “los errores son tan graves como las consecuencias que traen”.

En otras palabras, redactar y socializar que “transitar por zonas no demarcadas” o “sobre cierta velocidad” están prohibidos por las (posibles) consecuencias analizadas, no genera una cultura preventiva basada en norma y actitud si la “experiencia” y el “sentido común” engañan sigilosamente a los trabajadores. Si un trabajador es más eficiente realizando conductas de riesgo con cero consecuencias, entonces cuestionará las normas de seguridad creando una actitud contraria a la norma, o temeraria. Por lo mismo, cuando no existen consecuencias negativas, se tiende a hacer “vista gorda” de las conductas de riesgo, sobre todo por los supervisores configurando un nivel peligroso de “permisividad”.

Sumemos a esto que las actitudes temerarias contagian a otras actitudes (si no hay riesgo –o mejor pensado “consecuencia”- en realizar X, entonces no debiera haberlo al realizar Y o Z…) y a otros trabajadores (si el otro lo hace… ¿Por qué yo no?). Estos pensamientos deben ser eliminados de raíz, aprovechando el mismo mecanismo de funcionamiento de pensamiento (“si existe riesgo en X, entonces también en Y”) y de dinámica social (“si al otro le aplicaron una medida disciplinaria, entonces a mí también podrían aplicarla” o “esto de la prevención es en serio…”)

Es posible entonces que la actuación reactiva (no proactiva) ante los riesgos sea causa de la baja sensación de urgencia que generan conductas “de riesgo” que “en general” no tienen consecuencias graves en el tiempo (¿Cuántas veces lo han atropellado al cruzar la calle en una zona no demarcada? ¿Cuántas veces usted ha sufrido un accidente al superar el límite establecido por norma? ¿Cuántas veces los trabajadores se han caído al realizar trabajo en altura sin las medidas correspondientes? etc etc etc).

En algunas empresas, las principales acciones preventivas (no las acciones estándares para la industria o aquellas normadas por ley) nacen o existen a raíz de una consecuencia importante, o sea, tuvo que ocurrir “algo” para reglamentar al respecto. La estadística muestra con certeza a que prestar atención, aun cuando la estadística se alimenta de los hechos que ya ocurrieron y que no se pueden cambiar, lo que es nuevamente reactivo y no proactivo, dejando a oscuras aquellos riesgos latentes.

Si creemos en que lo anteriormente expuesto tiene algo de certeza, entonces debemos asumir que nuestra configuración mental, respecto de las conductas que realizamos, está mediada por la preocupación respecto de las “supuestas” consecuencias negativa, lo que es peor en el caso de las enfermedades profesionales, donde las consecuencias se ven en el mediano y largo plazo, primando aquellas consecuencias “positivas” de las acciones sub-estándar, quedando todos estos aprendizajes en nuestra memoria forjando actitudes.

Estos aprendizajes actitudinales nos hacen prestar más atención a aquello que “consideramos” peligroso, versus aquello que no lo es, o que creemos que no es peligroso, o que creemos que es menos peligroso que lo que realmente es. Nuevamente estamos frente a un aspecto subjetivo de la evaluación de riesgo.

Con todo, ocurre entonces que las consecuencias no previstas (o accidentales, o no esperadas…) de una acción, determinan finalmente si la persona se verá o no en graves problemas, por lo que la acción proactiva, en este caso, busca controlar la mayor cantidad de variables posibles que intervienen tanto en la ocurrencia misma del evento o de la percepción de riesgo de los trabajadores, dos frentes que requieren de acción conjunta interdisciplinaria.

Está en nuestra naturaleza humana el relativizar las acciones, intenciones y sus consecuencias, para hacernos una idea del mundo que nos rodea y por supuesto del como interactuar con él. Sin embargo, el desafío está en realizar las acciones que correspondan para evitar que dicha “relativización” sea la causa de malas prácticas y de consecuencias que no deseamos.